No es fácil poner objetivos cuando la vida pesa como una losa. Cuando te
aplasta el rostro contra el suelo y te roba el aire y el paisaje. Cualquier
movimiento pide un esfuerzo sobrehumano y ningún plan parece tener sentido.
Vivo en una habitación sin aire. Cerrada por una piedra que no se mueve.
Todos los días la empujo un poco y acabo sentada sobre lágrimas de impotencia.
Nada se mueve. Nada. El día transcurre entre esperas y tareas pequeñas,
absurdas, efímeras.
Pero algo me dice que hay que seguir adelante, pese a todo, un día y tras
otro, de fracaso en fracaso, aunque cada día que pase, pese algo uno nuevo sobre los ojos.
Quizá esta sea una forma de cambiar el mundo. Aceptar tu futilidad y convivir
con ella. Integrarte en el silencio en el que todo está bien, y lograr ser
indiferente a esta etapa tan opaca, tan sin brillo, tan inmóvil.
Leí hace poco que cuando se detiene el pensamiento se alcanza la plenitud,
la que da la integración en la Nada y en el Todo a un mismo tiempo. Quizá sea ese el
camino: detener la mente, renunciar a todo movimiento, disminuir en todo, tener
sólo sueños pequeños y mimarlos a diario con alegría, aunque sea impostada,
aprendiendo de lo que transmito a mis hijos: “las palabras crean el pensamiento”,
“estar triste es de un desagradecimiento profundo”…
Porque todo está bien. Hay quien cuida de nosotros y no necesitamos nada
más. El mundo en realidad no me necesita, y puede que mi única misión sea
superar las horas solitarias con el mínimo daño posible.
¿Será cierto? Porque no resulta fácil aceptarlo. Necesito la humildad máxima
del que descubre que sólo es un lugar en el engranaje. Nada
más que hacer. Bueno sí: no sucumbir a la desesperanza, encontrar sentido a
esta permanente duermevela. No parece sencillo.
Así las cosas, estos podrían ser algunos objetivos: vencer el desánimo, pintar
las pequeñas metas como misiones brillantes, resistir la soledad sabiéndola
finita (como yo misma), anotar pequeños logros, trabajar el orden y mi débil
paz interior, cuidar de los cercanos, no olvidar a los lejanos, enfocarme y
renunciar a todo lo demás, recordar cada día mi “desde dónde” …
No parece sencillo, porque ahora mismo me agoto en las cuatro cosas domésticas, esas que antes iban solas, desde su segundo plano. Me
bloqueo y todo lo que planifico se desinfla.
Debo encontrar el carril por el que todo fluya, pero cuando lo veo se me
escapa, se esconde entre la maleza … Y es mi único camino. No puedo perderlo. Porque
a partir de él se ordenará todo y surgirán todos los sueños que me propuse un día. Lo
sé.
O no.
Nada importa. Todo pasa. Lo he aprendido bien. Pero debo insistir, también
lo he aprendido, seguir buscando, con voluntad y tesón, esperando en medio de esta incertidumbre que
parece no terminar nunca.
No me fustigo. Sólo intento comprenderme para reiniciar el camino. Una vez
más. Todas las veces que haga falta.
Repitamos los objetivos así las cosas: vencer el desánimo, pintar las
pequeñas metas como misiones brillantes, resistir la soledad sabiéndola finita,
anotar pequeños logros, trabajar el orden y mi débil paz interior, cuidar de
los cercanos, no olvidar a los lejanos, enfocarme y renunciar a todo lo demás,
recordar cada día “mi desde dónde” … “mi desde dónde”...