Hoces en el río Irati. Foto: María Manzano
Por la mañana me zarandea
la sensación de catástrofe
inminente y poderosa.
Me armo de valor
para bajar de la cama
porque temo,
de verdad lo temo,
que se deshaga el mundo
como un terrón de azúcar
entre dos dedos violentos,
o aquel olmo
hendido por el rayo,
o un edificio pobre
en mitad de un seísmo.
Me zarandea la catástrofe
y veo por un segundo
la profundidad infinita
de cada cosa.
Todo encaja de pronto
en su dependencia extrema.
Todo está en su sitio
y en su tiempo.
Las células en el órgano,
la hoja en el árbol,
el pájaro en el huevo, en el nido, en el aire.
El oxígeno,
la lluvia,
la tierra,
los hombres,
los niños,
los abrazos,
las canciones,
el sol.
Todo se sostiene
en su fragilidad infinita,
en su equilibrio imposible
que amenaza derrumbe.
Da miedo pensarlo
por si la misma conciencia
lo pusiera en peligro.
Hasta respirar asusta,
que basta un soplo
para tumbar este castillo de naipes.
Por eso me zarandea
esta sensación de catástrofe
y sigo buscando,
sin descanso,
algún lugar
sereno y seguro.