Antes de hablarme, el abuelo dejó de
caminar, se pasó el pañuelo por la frente y buscó mis ojos levantando un poco
la cabeza.
—Siéntate a mi lado en la mesa, me falla
un poco la cadera y así me ayudas a levantarme cuando terminemos. —No habíamos
llegado al hotel, y en su cabeza ya estaba planificando la vuelta. El mismo
ritual de todos los años.
Íbamos caminando despacio, al ritmo de su
bastón. Los demás ya habrían llegado, pero él no tenía prisa. A fin de cuentas,
era su cumpleaños. ¡Qué demonios! Se detuvo de otra vez. No podía hablar y
caminar al mismo tiempo.
—Noventa y un años, Pablo —dijo
levantando los brazos y el bastón.
—Ten cuidado abuelo, que como pase
alguien cerca se lleva un bastonazo gratis.
Se secó la frente de nuevo y seguimos
caminando. La Peña de Francia se veía con nitidez muy arriba de nuestras
cabezas. Se lo hice notar. Y se paró de nuevo.
—Es un día claro, desde el Santuario
igual se ve hasta Salamanca —exageró—. Podemos subir después de comer, a ver
qué le parece a tu abuela.
Seguimos caminando. Cuando llegamos a
nuestra mesa todos esperaban de pie, charlando animadamente con las mascarillas
puestas. Mis primos pequeños correteaban por el césped, impacientes y
divertidos. El abuelo iba de mi brazo, detuvo sus pasos oscilantes, se sentó y
me hizo sentarme a su lado. La abuela se sentó en frente y lo miró preocupada.
—Le he pedido a Pablo que se siente a mi
lado, porque quiero que cuando estemos en casa me acompañe al cementerio y
tenemos que ultimar algunos detalles. Lo he hablado con él y no le importa.
Espero que a vosotros tampoco.
—Papá por Dios, todos los años igual
—protestó mi tío Enrique—. Venimos todos a La Alberca a celebrar tu cumpleaños,
y en vez de disfrutar, te empeñas en que parezca una despedida. ¡Con lo bien
que estás!
—¿No veis? A todos os agobia el tema, y
yo no viviré mucho más.
—Pues llevas diciendo eso mismo hace más
de diez años, y sigues perfectamente, igual se muere cualquiera de nosotros
antes que tú —le interrumpió mi tía Marta.
–Eso lo dices porque no asumes la
realidad. Y para mí es importante que lo hagáis y que estéis tranquilos, como Pablo,
que por algo es cura y psicólogo. Él ya sabe dónde está el nicho que he
comprado, y quiero que a la vuelta venga conmigo a elegir el mármol de la
lápida, el tipo de letra y el epitafio que quiero poner. Es una sorpresa, ya
veréis qué bonito.
Al abuelo le brillaban los ojos mientras continuaba
diciendo todo lo que tenía pensado para su sepultura, su afán planificador no
tenía límite. Quería seguir contando los detalles de la misa funeral que iba a
preparar conmigo, pero mis tíos y mis padres estallaron y comenzaron a
intervenir todos a la vez, atropelladamente, unas voces sobre las otras, todas dando
mil razones para quitarle la suya, y lograr que cambiase de tema. La pobre abuela
movía la cabeza disgustada.
Yo miraba a lo lejos. Ni una nube en el
cielo. El horizonte estaba plagado de castaños. Podía imaginar el manto de
helechos que crecía bajo los árboles, en la umbría, alfombrando todo el monte hasta
rozar los caminos. Debajo de los helechos, crecerían hierbecitas silvestres y
se afanarían insectos diminutos. ¡Qué pena no saber sus nombres! Tendría que
haber sido botánico, o guarda forestal. A un botánico su abuelo no lo llevaría
al cementerio a preparar su sepultura. Empecé a oír una música a lo lejos, como
de monjas de clausura. A unos kilómetros está el convento de El Zarzoso, pero
no podía ser que llegaran hasta allí sus cánticos. ¿O sí?
—Pablo, Pablo, hijo mío, vuelve en ti.
—Mi madre lloraba a mi lado con la cara desencajada. Los demás iban y venían y
hablaban por el móvil con nerviosismo. Un desconocido me tomaba el pulso, no
podía verle la cara detrás de toda esa protección que llevan ahora los
sanitarios. Le sonreí y quise hablar, pero no me salía la voz. El abuelo me
miraba preocupado algo más lejos, le sonreí también.
—No te apures Pablete, le diré a tu padre
que me acompañe al cementerio. Ya podías haberme dicho que a ti también te
agobia el tema, menudo cura estás hecho —bromeó.
Entonces empecé a reír a carcajadas. Y el
médico se puso a bailar a mi alrededor.
—Pablo, ¿qué te pasa? Deja de reírte, que
todavía es de noche, por favor.
—¡Mamá qué susto! ¿Qué pasa? ¿Qué hora
es?
—¡Las cuatro de la mañana! Y a las nueve
nos vamos a La Alberca al cumpleaños de tu abuelo. Duérmete ya, y ¡deja de
hacer ruido!
Me tapé la cara con la almohada y seguí riendo un rato. ¡Cómo me alegraba de estar estudiando Ciencias Políticas! Y con la sonrisa puesta me dormí, pensando en mis abuelos y en el viaje de todos nuestros veranos.
Nota de la autora: Este relato quiere ser un pequeño
homenaje a todos nuestros abuelos y abuelas, y a su forma generosa de entender
el mundo y la vida. Ojalá aprendamos de su ritmo pausado y reflexivo, y de cómo
saborean cada momento que pasamos con ellos. Ojalá podamos acompañarles aún
muchos veranos y muchos inviernos, y nuestra compañía les ayude a transitar por
sus últimos años con paz y alegría.