Tengo cincuenta años
y no sé nada.
Comparo las cuentas de un año
con las del siguiente.
Calculo disparates
que se aceleran en sudores fríos.
Y llamo a Rocío
anticipando su angustia.
No sé cómo decirle que todo está mal,
que hay que empezar desde el principio,
doce meses atrás.
«Pobre mía»,
pienso,
«otra tarea más
para su vida sin tiempo»,
sigo pensando.
La adrenalina asoma ya a los ojos.
La llamo
antes de que me falte el oxígeno:
—Rocío no cuadra nada no sé por qué yo te ayudo no te preocupes.
Responde tranquila,
sus céntimos coinciden,
sumisos,
doblegados por su mano experta.
Segura de sí,
no como yo,
a mis cincuenta años de no saber nada.
Me tranquiliza su tono
y vuelvo a la pantalla
La repaso en todos los detalles y
allí está,
un año que pasó hace tiempo.
Una puerta abierta
que no debía estar,
y se coló sin piedad
para recordarme lo obvio:
estoy en tierra extraña,
en terrenos inhóspitos que me agotan
a mí,
que trabajo sobre un mundo entero
cubierto de libros de poemas,
que viajo en el vuelo de una mosca
y convierto en versos un cierre contable.
Menos mal que me salvan los amigos
y el propósito,
y el día con su afán concreto,
y Rocío con su horizonte sereno y amable,
y su risa con lágrimas,
y su llamada en el momento exacto en que me rompo,
como si me viera a través de los kilómetros.
Todo me salva,
tanto
y tan incontable,
que quizá ya esté salvada
y lo poco que sé
no importe.