De
niña
supe que la muerte
es
siempre el final del trayecto.
Que
cualquier encuentro
es
una despedida.
Cualquier
afán,
un
absurdo
y ridículos
todos los egos.
Ya
entonces me dolía la Nada
y llegaba
a sentir la angustia
de
ese agujero inmenso.
Pero era una imagen débil
de lo que más tarde supe:
Puede arrasarte el Vacío
cuando lo siembran los muertos.
Superada la prueba terrible
queda
aprender a sufrir.
Masticar la tristeza.
Sin
aspavientos.
Mantener
la esperanza
contra toda apariencia.
Descubrir horas felices
donde nadie se aventura.
Exprimir todas las risas
para aplicar su esencia.
Así
quizá
algún
día
atisbe el soplo de infinito
que
dicen que habita en todos.
También
en los que se fueron.
Porque quizá la muerte
no sea el final del camino.
Sólo parte del fluir constante
con el que confundimos la vida.